Luis Espinoza Sauceda
En la media noche, al caserío lo cubre una incipiente brisa soliviantada por la respiración palpitante de los humedales del arroyo. El arenal pintado pacientemente por el agua que brota cuando el sol se esconde detrás de los cerros altos configura una cuna, una hondonada del nacimiento de la vida que transita sin pies por todas las vereda...s, para irrigar savia y placidez en los moradores que se refugian en las paredes de barro café, sobre un piso blanco y quebradizo descalcificado que ni para consumir el agua de lluvia sirve.
En ese escueto lugar donde las cacharpas de oro y plata muestran la cara del cacique de la región y del otro el escudo nacional, cuando llegan a manos de un campesino pasan a convertirse en un milagro, como la lluvia en el desierto, aunque solo sea un suspiro ante la necesidad acumulada que a tanta esperanza el tenerlas en el universo de sus manos se vuelva un acto de adoración y, a la vez, de desprecio, negando el valor nominal por la denominación popular y se configura una concepción carnavalesca: muestra todo menos lo que es, pero así se expresa ante todos. Creando la dualidad: amor y odio; una compasión susurrante.
Ahí es común escuchar la música de acordeón y guitarra, frugal, necesaria a coro como los sapos que cuando coinciden parece fiesta. Aunque sus pobladores en el día se pierdan en la monotonía de lo cotidiano, como uno más; a la vez parecieran hormigas que trajinan todo el día desde que aparece hasta que se disipa la luz. A qué hora se dan tiempo para memorizar las notas y las tonadas, bien dicen que ya lo traen en la sangre porque los ven cantando y nunca practicando.
¿Qué esconden sus pobladores?, ¿saben a dónde han llegado? ¿También por qué huyeron para ocultarse en este lugar sometido por los cerros?, donde la única salida loable es de arriba-abajo o viceversa por el arroyo que a falta de agua se vuelve carretera, vencido por las fuerzas dibujadas del agua, por donde llegaron como salmones para alojarse y, que, de alguna manera, huirán en desbandada. ¿Ese es el lugar buscado por sus profetas caminantes o los confinaron justamente ahí los poblados de sus alrededores?, ¿será un resquicio de la memoria perdida o la protección del cacique asentado con la paciencia de quien no espera la fortuna porque ya la tiene, que sólo busca a sus iguales para hacerles ver su suerte?
Los ancestros en su origen llegaron por el río y tomaron como vereda el arroyo, como coordenada geográfica porque donde hay agua existe vida, era la brújula para los aventureros que buscaban tierras. Así se constituyó el poblado, todos sabían de oficios, de otra forma no hubieran podido sobreponerse a los agrestes lugares. Llegaron matones, salteadores, disidentes políticos, caballerangos, músicos, campesinos, vaqueros, entre otros.
Claro, no todo es bueno ni todo es malo en su totalidad. Ahí nace el Nazareno descendiente de una disidencia política olvidada, sepultada por el porvenir de los nuevos tiempos merecedores de ilusiones. Encarnado el nombre por las cicatrices de las ideas del pasado que a veces duelen más que en su germen. El último de la familia y el último varón. En su nombre reverdece la disidencia, la guerra de los cristeros que los llevó a esas tierras. Quizás el progenitor, en concuspiscencia con el abuelo llegado a estas tierras, escondiéndose o no o, quizás, buscando la vida o buscando la muerte, eso nunca se sabe, en palabras de Silvio Rodríguez.
En la melancolía de la soledad y la necesidad de voz, la guitarra y el acordeón florecieron pasión. Ese vehículo tan deseado para viajar a otros escenarios y trasgredir las barreras impuestas por la herencia y desamparo de la lejanía, donde parece que te fortalecen los cerros que presagian nuevos paisajes que se alcanzan con la mirada, como las aves que se posan en él.
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Es la media noche el cacique emprende la batalla, como en otras ocasiones con pistola en mano. Pensando solamente en su deseo, arrogante como siempre, importándole nada lo demás sin aprender todavía de la sabiduría campirana que enseña que los malos a la media noche pierden el poder depositado en su corporeidad por el diablo. En pocos minutos, ocurrirá lo increíble en oídos de todos, los pregones lo contarán a todas horas. Algo ha pasado.
¡Nazareno! ¡Nazareno! ¡Nazareno! Tres veces gritó aquel hombre de manera pausada. No recibió respuesta alguna, como si la brisa devorara apenas al salir los gritos y todo durmiera, se pasmara en el silencio escueto.
¡Te estoy hablando! Esto fue desesperado y desesperanzador, haciendo oír la autoridad y el inminente castigo, sin más afán que advertencia y castigo.
El macho prieto que montaba hacía arco la cabeza y runruneaba el bocado del freno de acero muni, pateaba el tucuruhuari encabritado por las espoleadas interminables que le propinaba su jinete. Todo hacia parecer una solo fiera, como se conocieron a los invasores de estas tierras que también son México, confundiéndose animal y persona como un solo ente. Algo así sucedía en esta ocasión.
El Nazareno escuchó los gritos en el regazo de la tarima próxima a la hornilla que se imponía como barrera al frío infranqueable a la entrada de los cuartos donde se guarecía la familia. Escuchó paciente y con determinación, sin afán de salir, tampoco de responder a la insistencia. Resignado al desafío.
Súbitamente todo volvió a la normalidad. Palpó la almohada donde ocultaba una daga jalisqueña como para que atrapara sus sueños, pues dormir en el patio expuesto a la oscuridad y serenidad no garantizaba que el odio cesara o se postergara. Recostó la cabeza en la almohada, un cohete retumbó en la lejanía, recordó de manera nítida cuando a su padre lo llevaron a sepultar. Lo adormitó el olor a tierra bruta cavada.
Todo parecía tranquilidad interminable cuando un jinete vestido de negro por la oscuridad de la noche lo puso de pie, otra vez.
El macho prieto mascaba el freno con odio como si fuera a devorarlo. La sombra ligeramente inclinada, no cabía en la enramada que desprendía un olor a cáscaras verdes, a batamotes, todavía, que de tanto en tanto, crujían por la agresiva figura de la sombra que la golpeteaba.
Una voz impostora, grave, reseca, desprovista de virtud y elegancia le ordena al Nazareno, sin hilación alguna.
-Dice el patrón que vayas a cantarle. Te espera en su casa. Levanta pronto a tu hijo.
Sobrepuesto, escuchando el tintineo de las espuelas de plata que sonaban por el golpeteo constante del movimiento del arete, le recordaban las campanas cuando llevaron a su padre a sepultar de camino de la iglesia al panteón. –le responde con gallardía y aplomo inusitado. –Dile a tu patrón que no voy. Que deje de estar chingando, y tu ¡lárgate!
El jinete sin gesto de contención, aventó la botella de aguardiente y rienda en mano sacó un revólver. Tremenda blasfemia, inoportuna, lo atajó sin escuchar más. Descargó los seis tiros de la bitachera a boca jarro sobre el pecho del Nazareno. No tuvo el valor de cargarla de nuevo, soltó la rienda a la bestia y empujado por las espuelas se saltó la cerca por segunda ocasión.
El Nazareno pasmado, se retiró las esquirlas con calma del chaleco de cuero bruto que usaba por debajo de la camisa para soportar el frío despiadado de diciembre.
El pistolero olvidado de la embriaguez, esperado por el patrón fuera de la cerca que escuchaba con la calma de catrina, tranquila y despiadada, hasta ese momento. Corrieron en tropel como cobardes y sin importarles dejar huellas. Toda la noche acompañó al cacique camino a su rancho ganadero, río abajo. Lo hacían con el afán de protegerse y sentirse seguros, sin importarle ahí dejar al resto de su familia.
Una a una fue juntando las esquirlas cobrizas y tibias del dorso. Olor a cuero quemado, incertidumbre en los oídos aturdidos de alrededor. Sueño incompleto y temor, algo normal cuando la persona se inquieta.
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Sintió un viento frío arrollándole el pecho, lacerante, inquieto y, a la vez, benévolo y lleno de recuerdos de la sierra de Chihuahua de los días de fiestas con el acordeón en mano, trabajando sin descanso en el día y la noche, durmiendo donde y como se podía, sin mas cobijo que el abrigo puesto y el aguardiente. Una talega de cuero para guardar las monedas con que le pagaban las canciones. Andar y cantar. El calendario tenía de orientación para las fechas de fiestas de esas comunidades ancladas en la sierra, a la que llegaban en tren.
Intempestivamente el calor sudoroso le caló hasta el corazón que sin desasosiego daba señales de vida. El calor y el frío esa combinación extrema y renovada de año con año en el municipio de Choix, que se llena de misterio con la brisa al caer, cubriéndole los ojos al sol que se apresura a llegar trompicando en las montañas escarpadas.
Una a una llegaron las notas del acordeón como la vida al cuerpo, desenfrenada, palpitante concurriendo en lo glorioso y trágico del corrido, así pasaron sin poder detenerlas o guardarlas para una tonada que cimbrara en los trances de la vida o que lo narrara en un cantar de gesta. La frugalidad de esos días de diciembre, del año que muere pero no en su soledad, late hasta el último segundo como el corazón con el último halo de aliento.
Se incrustaba en su mente la magnitud de la crueldad de la acción humana, la paciente y oportuna sapiencia de saber por experiencia propia que negarse a los designios del poder, ya ni siquiera oponerse, es situarse un paso al frente de los demás y materialmente caer en el cadalso. La necesaria y ausente valentía que cuando aparece se disipa el abuso y también la vida. La ausencia de autoridad o si la había era ese, el que tenía el poder y el control de la impunidad. El poder de hacer y deshacer todo a su manera, sin importar, sin remordimiento. Estaban presentes o seguían vigentes los pilares del régimen porfirista el compadrazgo, amigos y familiares en la política.
Uno a uno las hijas e hijos fueron saliendo después de lo sucedido, llenos de miedo después de los minutos pasados, envueltos en el silencio paradójico. Ver más
En la media noche, al caserío lo cubre una incipiente brisa soliviantada por la respiración palpitante de los humedales del arroyo. El arenal pintado pacientemente por el agua que brota cuando el sol se esconde detrás de los cerros altos configura una cuna, una hondonada del nacimiento de la vida que transita sin pies por todas las vereda...s, para irrigar savia y placidez en los moradores que se refugian en las paredes de barro café, sobre un piso blanco y quebradizo descalcificado que ni para consumir el agua de lluvia sirve.
En ese escueto lugar donde las cacharpas de oro y plata muestran la cara del cacique de la región y del otro el escudo nacional, cuando llegan a manos de un campesino pasan a convertirse en un milagro, como la lluvia en el desierto, aunque solo sea un suspiro ante la necesidad acumulada que a tanta esperanza el tenerlas en el universo de sus manos se vuelva un acto de adoración y, a la vez, de desprecio, negando el valor nominal por la denominación popular y se configura una concepción carnavalesca: muestra todo menos lo que es, pero así se expresa ante todos. Creando la dualidad: amor y odio; una compasión susurrante.
Ahí es común escuchar la música de acordeón y guitarra, frugal, necesaria a coro como los sapos que cuando coinciden parece fiesta. Aunque sus pobladores en el día se pierdan en la monotonía de lo cotidiano, como uno más; a la vez parecieran hormigas que trajinan todo el día desde que aparece hasta que se disipa la luz. A qué hora se dan tiempo para memorizar las notas y las tonadas, bien dicen que ya lo traen en la sangre porque los ven cantando y nunca practicando.
¿Qué esconden sus pobladores?, ¿saben a dónde han llegado? ¿También por qué huyeron para ocultarse en este lugar sometido por los cerros?, donde la única salida loable es de arriba-abajo o viceversa por el arroyo que a falta de agua se vuelve carretera, vencido por las fuerzas dibujadas del agua, por donde llegaron como salmones para alojarse y, que, de alguna manera, huirán en desbandada. ¿Ese es el lugar buscado por sus profetas caminantes o los confinaron justamente ahí los poblados de sus alrededores?, ¿será un resquicio de la memoria perdida o la protección del cacique asentado con la paciencia de quien no espera la fortuna porque ya la tiene, que sólo busca a sus iguales para hacerles ver su suerte?
Los ancestros en su origen llegaron por el río y tomaron como vereda el arroyo, como coordenada geográfica porque donde hay agua existe vida, era la brújula para los aventureros que buscaban tierras. Así se constituyó el poblado, todos sabían de oficios, de otra forma no hubieran podido sobreponerse a los agrestes lugares. Llegaron matones, salteadores, disidentes políticos, caballerangos, músicos, campesinos, vaqueros, entre otros.
Claro, no todo es bueno ni todo es malo en su totalidad. Ahí nace el Nazareno descendiente de una disidencia política olvidada, sepultada por el porvenir de los nuevos tiempos merecedores de ilusiones. Encarnado el nombre por las cicatrices de las ideas del pasado que a veces duelen más que en su germen. El último de la familia y el último varón. En su nombre reverdece la disidencia, la guerra de los cristeros que los llevó a esas tierras. Quizás el progenitor, en concuspiscencia con el abuelo llegado a estas tierras, escondiéndose o no o, quizás, buscando la vida o buscando la muerte, eso nunca se sabe, en palabras de Silvio Rodríguez.
En la melancolía de la soledad y la necesidad de voz, la guitarra y el acordeón florecieron pasión. Ese vehículo tan deseado para viajar a otros escenarios y trasgredir las barreras impuestas por la herencia y desamparo de la lejanía, donde parece que te fortalecen los cerros que presagian nuevos paisajes que se alcanzan con la mirada, como las aves que se posan en él.
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Es la media noche el cacique emprende la batalla, como en otras ocasiones con pistola en mano. Pensando solamente en su deseo, arrogante como siempre, importándole nada lo demás sin aprender todavía de la sabiduría campirana que enseña que los malos a la media noche pierden el poder depositado en su corporeidad por el diablo. En pocos minutos, ocurrirá lo increíble en oídos de todos, los pregones lo contarán a todas horas. Algo ha pasado.
¡Nazareno! ¡Nazareno! ¡Nazareno! Tres veces gritó aquel hombre de manera pausada. No recibió respuesta alguna, como si la brisa devorara apenas al salir los gritos y todo durmiera, se pasmara en el silencio escueto.
¡Te estoy hablando! Esto fue desesperado y desesperanzador, haciendo oír la autoridad y el inminente castigo, sin más afán que advertencia y castigo.
El macho prieto que montaba hacía arco la cabeza y runruneaba el bocado del freno de acero muni, pateaba el tucuruhuari encabritado por las espoleadas interminables que le propinaba su jinete. Todo hacia parecer una solo fiera, como se conocieron a los invasores de estas tierras que también son México, confundiéndose animal y persona como un solo ente. Algo así sucedía en esta ocasión.
El Nazareno escuchó los gritos en el regazo de la tarima próxima a la hornilla que se imponía como barrera al frío infranqueable a la entrada de los cuartos donde se guarecía la familia. Escuchó paciente y con determinación, sin afán de salir, tampoco de responder a la insistencia. Resignado al desafío.
Súbitamente todo volvió a la normalidad. Palpó la almohada donde ocultaba una daga jalisqueña como para que atrapara sus sueños, pues dormir en el patio expuesto a la oscuridad y serenidad no garantizaba que el odio cesara o se postergara. Recostó la cabeza en la almohada, un cohete retumbó en la lejanía, recordó de manera nítida cuando a su padre lo llevaron a sepultar. Lo adormitó el olor a tierra bruta cavada.
Todo parecía tranquilidad interminable cuando un jinete vestido de negro por la oscuridad de la noche lo puso de pie, otra vez.
El macho prieto mascaba el freno con odio como si fuera a devorarlo. La sombra ligeramente inclinada, no cabía en la enramada que desprendía un olor a cáscaras verdes, a batamotes, todavía, que de tanto en tanto, crujían por la agresiva figura de la sombra que la golpeteaba.
Una voz impostora, grave, reseca, desprovista de virtud y elegancia le ordena al Nazareno, sin hilación alguna.
-Dice el patrón que vayas a cantarle. Te espera en su casa. Levanta pronto a tu hijo.
Sobrepuesto, escuchando el tintineo de las espuelas de plata que sonaban por el golpeteo constante del movimiento del arete, le recordaban las campanas cuando llevaron a su padre a sepultar de camino de la iglesia al panteón. –le responde con gallardía y aplomo inusitado. –Dile a tu patrón que no voy. Que deje de estar chingando, y tu ¡lárgate!
El jinete sin gesto de contención, aventó la botella de aguardiente y rienda en mano sacó un revólver. Tremenda blasfemia, inoportuna, lo atajó sin escuchar más. Descargó los seis tiros de la bitachera a boca jarro sobre el pecho del Nazareno. No tuvo el valor de cargarla de nuevo, soltó la rienda a la bestia y empujado por las espuelas se saltó la cerca por segunda ocasión.
El Nazareno pasmado, se retiró las esquirlas con calma del chaleco de cuero bruto que usaba por debajo de la camisa para soportar el frío despiadado de diciembre.
El pistolero olvidado de la embriaguez, esperado por el patrón fuera de la cerca que escuchaba con la calma de catrina, tranquila y despiadada, hasta ese momento. Corrieron en tropel como cobardes y sin importarles dejar huellas. Toda la noche acompañó al cacique camino a su rancho ganadero, río abajo. Lo hacían con el afán de protegerse y sentirse seguros, sin importarle ahí dejar al resto de su familia.
Una a una fue juntando las esquirlas cobrizas y tibias del dorso. Olor a cuero quemado, incertidumbre en los oídos aturdidos de alrededor. Sueño incompleto y temor, algo normal cuando la persona se inquieta.
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Sintió un viento frío arrollándole el pecho, lacerante, inquieto y, a la vez, benévolo y lleno de recuerdos de la sierra de Chihuahua de los días de fiestas con el acordeón en mano, trabajando sin descanso en el día y la noche, durmiendo donde y como se podía, sin mas cobijo que el abrigo puesto y el aguardiente. Una talega de cuero para guardar las monedas con que le pagaban las canciones. Andar y cantar. El calendario tenía de orientación para las fechas de fiestas de esas comunidades ancladas en la sierra, a la que llegaban en tren.
Intempestivamente el calor sudoroso le caló hasta el corazón que sin desasosiego daba señales de vida. El calor y el frío esa combinación extrema y renovada de año con año en el municipio de Choix, que se llena de misterio con la brisa al caer, cubriéndole los ojos al sol que se apresura a llegar trompicando en las montañas escarpadas.
Una a una llegaron las notas del acordeón como la vida al cuerpo, desenfrenada, palpitante concurriendo en lo glorioso y trágico del corrido, así pasaron sin poder detenerlas o guardarlas para una tonada que cimbrara en los trances de la vida o que lo narrara en un cantar de gesta. La frugalidad de esos días de diciembre, del año que muere pero no en su soledad, late hasta el último segundo como el corazón con el último halo de aliento.
Se incrustaba en su mente la magnitud de la crueldad de la acción humana, la paciente y oportuna sapiencia de saber por experiencia propia que negarse a los designios del poder, ya ni siquiera oponerse, es situarse un paso al frente de los demás y materialmente caer en el cadalso. La necesaria y ausente valentía que cuando aparece se disipa el abuso y también la vida. La ausencia de autoridad o si la había era ese, el que tenía el poder y el control de la impunidad. El poder de hacer y deshacer todo a su manera, sin importar, sin remordimiento. Estaban presentes o seguían vigentes los pilares del régimen porfirista el compadrazgo, amigos y familiares en la política.
Uno a uno las hijas e hijos fueron saliendo después de lo sucedido, llenos de miedo después de los minutos pasados, envueltos en el silencio paradójico. Ver más